Perpleja estaba aquella ma ana Pepita Ord ez sentada en su tocador, con dos cartas, una en cada mano. Dejolas al fin sobre un acerico erizado de alfileres, y, apoyando ambos codos entre la multitud de cachivaches que ocupaban la mesa de un Pompadour algo turquesco, fij esa mirada sin vista conque la juventud contempla las ilusiones, en la luna del espejo. All se reflejaba su carita de mu eca de china, coronada por dos papillotes que levantaban...